EL INTRUSO
Sentí
la necesidad de abrir los ojos repentinamente. Todavía turbado entre sueños,
sudoroso y agitado, cuando aún parecía pisarme los talones aquel grotesco
engendro de la pesadilla, apenas fui capaz de distinguir la hora que las
manecillas del reloj de pared, difundiendo vagamente una lívida fluorescencia,
se esforzaban en presentar: las tres menos cuarto.
Me encontraba
un tanto desorientado al evidenciar que sólo habían transcurrido un par de
horas desde que me eché a dormir en el sofá. Yo, en cambio, habría jurado que
estaba a punto de amanecer, de irrumpir la luz naciente derramándose alborozada
entre las hendiduras de la persiana que guarece el ventanal orientado hacia el
Levante, de iniciarse la acostumbrada algarabía de mirlos y gorriones que con
su animado canturreo restablecen la fuerza arrebatada a la naturaleza por
el mutismo triste y hondo de la noche... Pero no logré discernir más sonido que
el recóndito ululato de un búho acompasado por el lejano gañido de los perros.
Fue entonces cuando, cercado de penumbras, pensé en la llave del gas, lo que me
hizo erguirme con un movimiento súbito, compulsivo.
Sentado ya,
un áspero ronquido de Lola, procedente del dormitorio, en la planta superior,
me devolvió a la realidad. Aunque en un principio había dudado, ahora estaba
casi seguro de que esa noche, antes de acostarme, no había comprobado que la
válvula estuviese cerrada.
Me incorporé
con mucho cuidado, procurando no hacer ruidos que pudieran despertar a Lola de
su sueño siempre profundo y reconfortante. Si ella me sorprendía revisando el
dispositivo del gas, probablemente me tomaría por un maniático terco e
incorregible, incapaz de dominar esas pequeñas obsesiones cotidianas tan
extravagantes a los ojos de los demás. Y es que, en numerosas ocasiones, me he
levantado hasta cinco o seis veces a lo largo de la noche para cerciorarme de
que todo estaba cerrado o apagado; aunque, en realidad, Lola nunca ha llegado a
percatarse. Yo reconozco que soy bastante meticuloso, a veces irritantemente
meticuloso, en lo referido al tema de la seguridad; por eso suelo dormir en el
sofá, para estar alerta por si algún maleante pretende entrar forzando la
puerta o las ventanas de la planta baja, donde no encontraría demasiadas
dificultades al no haber rejas. Siendo razonable, Lola debería comprender que
mi manera de actuar obedece a un instinto natural de defensa, porque no quiero
que nada le ocurra ni que nadie perturbe la serenidad en nuestro hogar. Ella,
su alma, su juventud, su pureza, es lo único que da sentido a mi vida.
La
temperatura se me antojaba cálida, blanda, sumamente agradable aun habiéndome
desprendido de la manta con la que había estado arropado, la utilizada por Lola
cuando da alguna cabezada a la hora de la siesta. Me mantuve durante unos
segundos completamente inmóvil, como una estatua, al detectar una pausa en sus
ronquidos y percibir desde abajo que se daba la vuelta en la cama. En el
momento en el que su respiración empezó a emitir un agudo silbido, bastante
latoso mas no tan exasperante como el murmullo bronco anterior, me encaminé con
sigilo hacia la puerta de la cocina. La oscuridad era absoluta, pero la
costumbre me había hecho aprender a deambular con pisadas lentas sin tropezar
con ningún obstáculo. Al tercer paso, sonó, tal y como yo estaba temiendo, un
crujido originado en la articulación de mi rodilla derecha. Volví a parar en
seco, resistiendo inerte con el tronco inclinado hacia delante y apoyando mi
peso íntegramente sobre la superficie plantar del pie izquierdo, dejando el
otro suspendido en el aire. Transcurridos unos instantes, Lola no parecía
haberse inmutado y pude continuar avanzando.
Tras
franquear la puerta, encendí la lámpara de la campana extractora de humos.
Cuarenta vatios no es gran cosa; con todo, la iluminación me resultó excesiva e
incluso molesta. Abrí el armario donde se encuentra la llave del gas y, en
cuclillas, pude cotejar que, en efecto, estaba en posición de cierre,
perpendicular al eje de la conducción. Me lo repetí muy bajito varias veces, de
tal suerte que si unas horas más tarde volvía a despertar asaltado por la misma
duda, tendría claro que esa noche la verificación había sido efectuada.
Desvelado,
proseguí asegurándome de que el horno, el calentador, la lavadora y la estufa
estaban desconectados, e hice lo mismo con la plancha en el cuarto ropero
contiguo al salón comedor. Yo sé que a esas horas de la madrugada mi
comportamiento parece excéntrico, pero es un hecho bien conocido que la
electricidad puede acarrear graves disgustos, especialmente durante la engañosa
quietud de la noche. Una tentación incontenible que bullía en mi interior me
arrastró de nuevo hasta la llave del gas. Consideré que sería una estupidez
volver a tantearla, aunque tampoco perdí nada haciéndolo, por si las moscas...
Empezaba a ser consciente de que mi delirio por Lola, por mimarla y protegerla,
podía estar acercándome peligrosamente al borde de la enajenación; pero ese
entendimiento, esa capacidad de introspección, también significaba un buen
síntoma de equilibrio, de dominio de los sentimientos y las emociones, al menos
por ahora.
Me disponía a
subir al dormitorio para convencerme de que todo lo que rodeaba a Lola
conservaba el orden, la armonía, que ella merece; para inhalar una vez más
hasta la médula de mis huesos el delicado aroma a azahar de su perfume; para
abrigarla de ternura depositando el inocente roce de mi mirada sobre la piel
inmaculada de su cuerpo límpido y desnudo..., cuando oí un ruido emanado del
exterior. Me pareció un chirrido metálico, seco y breve, que, rasgando el
silencioso beso de la noche, resultaba estrepitoso. Enseguida pensé en alguna
trastada de Minerva, la gata, pues el buen animal, con la arribada del clima
tibio en los albores de la primavera, duerme ya en la cesta acomodada bajo el
porche de acceso a la vivienda. Si bien..., lo de dormir Minerva por las noches
es un decir, porque suele pasarlas correteando de un lado a otro por el jardín,
acechando con su instinto felino la presencia de cualquier reptil o roedor que
pueda convertir en su presa. Sin embargo..., ¿y si no era así?..., ¿y si
alguien merodeaba por los alrededores?
Con cierta
angustia me dije que esa noche podían haberse quedado abiertos los portones del
jardín. Recordé entonces cómo, al entrar, tuve la preocupante sensación de ser
vigilado desde las sombras en aquella atmósfera turbia de cuarto menguante, y,
asustado, había encajado la verja de forma precipitada, dando con torpeza las
dos vueltas de rigor a la llave. Pero tal vez —volví a conjeturar— esa última
evocación atañía a cualquier otra ocasión, cualquier otra vivencia o,
simplemente, a un sueño indeterminado.
Reflexioné,
indeciso, sobre la mejor forma de proceder. Me invadieron reparos y temores, ya
que aún faltaba una eternidad para que despuntara el día y poseía la certeza de
que sería imposible pegar ojo si no averiguaba antes en qué situación se
encontraba la cancela.
Tras observar
durante unos segundos a través de la mirilla, abrí la puerta principal de la
casa y salí al exterior. No quise atrancarla a mis espaldas para evitar que el
golpe incomodara a Lola, de modo que la fui entornando suavemente. Una bruma
densa descendía con aparente languidez y desde el umbral apenas podía
distinguir nada que estuviera tres metros más allá de mis narices.
Curiosamente, Minerva dormía con placidez, no habiendo en el jardín más vida en
movimiento que el sutil balanceo de las ramas de los árboles acariciadas por un
viento mesurado proveniente del sur.
Bajé los
escalones y me encontré sobre la senda de piedra caliza que recorre el prado de
césped comunicando la vivienda con la verja exterior. Anduve hasta ella mirando
hacia atrás de reojo, receloso por no haber dejado totalmente ocluida la puerta
de la casa. Aproveché el trayecto para echar un vistazo urgente alrededor de
los castaños que emergen con solemnidad en las cercanías de la valla y
escudriñé el hueco que queda entre la barbacoa de obra y el seto de cipreses.
Sentía un pánico irracional, inevitable en cuanto surgen las tinieblas
desfigurando la blanca hechura de la luna. Corroboré que la entrada del jardín
estaba bien cerrada y retorné a pasos ligeros, alarmado ante la posibilidad de
que alguien, escondido tras la tupida vegetación, velado por aquella niebla
cómplice, me estuviera siguiendo o espiando.
Sobrecogido,
tuve la impresión de que la puerta de casa no se encontraba como yo la había
situado y se hallaba entreabierta varios centímetros más, invitándome a las
sospechas y al miedo. Minerva continuaba sesteando, hecha un ovillo en brazos
de Morfeo, luego no debía de haber sido ella quien la empujara. Ya en el
interior, latiéndome el corazón con una violencia que empezaba a hacerme
daño, cerré, otra vez con cautela para mitigar al máximo el ineludible
chasquido que pudiera sobresaltar a Lola. Azorado, fui a echar la llave por
dentro, pero enseguida deduje que sería una necedad hacerlo: si alguien hubiera
accedido a la casa mientras yo me encontraba fuera, convendría lograr salir
rápidamente de allí para huir o pedir auxilio.
En el
vestíbulo tomé aire varias veces, tratando de sosegarme y mantenerme atento. Si
algo le ocurría a Lola..., jamás me lo perdonaría. Ella es una mujer
fascinante, la más sublime que en ningún tiempo nadie pueda imaginar. Ella es
lo que más amo y he venerado.
Calculé
minuciosamente el itinerario de inspección más seguro para, sin perturbarla,
intentar descubrir al posible intruso; aunque en el fondo, reconociéndome como
un ridículo miedica, presumía que no habría ningún extraño dentro de la casa.
En cualquier caso, me reprendí a mí mismo por haberla abandonado durante un
buen rato y prometí que esto no volvería a ocurrir.
Encendí la
pequeña linterna que siempre, por la noche, llevo conmigo y aferré el cuchillo
más grande que encontré en la cocina. Irrumpí de nuevo en el cuarto ropero,
donde todo estaba tal como se había quedado unos minutos antes. Después, en el
salón, alumbré detrás de las cortinas y debajo de la mesa del comedor. Por
último accedí al garaje y, agachado, busqué entre las ruedas del coche, no
viendo nada anormal.
Cuando me
alzaba, creí advertir unos sonecillos tenues, en esta ocasión en la planta de
arriba. Agucé el oído y mi inquietud se tornó estremecimiento, ya que Lola
seguía roncando y no podía ser la causante del susurro que, sin duda alguna,
correspondía a unos pasos disimulados en la proximidad de la alcoba donde ella
dormía. Temblando, tanteé con los dedos el teléfono móvil colgado, junto a mi
cadera, de la correa del pantalón. En cuanto viera a alguien, avisaría a la
policía, pero antes debía asegurarme y defender a Lola si era necesario.
Los pasos
cesaron y apagué la linterna. La esencia imprecisa de la noche volvía a
apoderarse de la morada desparramando un silencio lóbrego y desconsolado,
quebrado solo por la cadencia de los ronquidos que expelía Lola mientras
dormitaba.
Aterrado,
conteniendo las ganas de orinar, permanecí quieto tras la puerta que separa el
garaje de la cocina, desde donde pude apreciar, entre las bisagras, el destello
amenazante de otra linterna que descendía pausadamente, peldaño a peldaño, las
escaleras. Oprimí el mango del cuchillo con energía y dejé de respirar; no
quería que el más etéreo rumor delatara mi escondrijo.
La luz
recorrió metro a metro el recinto de la cocina acompañando a los movimientos
callados que, ahora, podía diferenciar con toda claridad. Finalmente la puerta
fue abriéndose hacia mí bajo un impulso perezoso y uniforme, al tiempo que
sentía cómo me ahogaba el calor húmedo, hediondo, de un aliento anónimo.
Aguanté en mi posición y rogué a Dios que nos asistiera, hasta que la madera
rozó la punta de mis zapatos; entonces me retiré de un salto y enfoqué la cara
de aquel desconocido. Él no tuvo la oportunidad de elevar hacia mí su linterna;
cuando quiso hacerlo, yo ya le había introducido el cuchillo en la garganta.
Emitió un lamento tan desagradable que me encolerizó. El muy insensato, con su
bramido, podía haber interrumpido los dulces ensueños de Lola. Indignado,
extraje del cuello el arma afilada y le asesté un golpe rabioso en el pecho. El
cuchillo rebotó al topar con una costilla, pero al segundo intento lo hundí
casi hasta el fondo; supongo que en el mismo corazón, porque se desplomó
enteramente a mis pies de una forma tan brusca y desoladora que parecía haber
sido fulminado por un rayo.
Lola llegaba
en ese mismo instante. Las lámparas de cada estancia habían ido encendiéndose a
medida que se aproximaba. Me sentí excitado, con el alma iluminada, como
siempre que noto cercana su presencia. Al sorprendernos, la expresión
enloquecida que adoptó no le restó encanto a su hermosura.
—¡Pepe!
—exclamó al ver a aquel hombre recostado en posición fetal sobre un charco de
sangre—. ¿Quién es usted? —me preguntó atragantada, la voz rota, mirándome
fugazmente sus ojos de espanto antes de echar a correr hacia la puerta.
***
Estas últimas
noches me invade la más henchida melancolía. Transitando con el coche
disimuladamente he visto una patrulla de la Guardia Civil delante de su casa.
Suelo pasar de largo
saludándolos con una sonrisa bondadosa, aunque a veces no puedo evitar ese
condenado tic que me arquea sin remedio una ceja. Los agentes siempre responden
con un gesto servicial, hasta cierto punto arrogante, llevándose los dedos
hacia la visera de la gorra. Su amparo me tranquiliza... Pero sé que más pronto
o más tarde dejarán de vigilar. Entonces, yo volveré a hacerme cargo. Si algo
le sucediera a Lola..., nunca me lo perdonaría.