sábado, 16 de septiembre de 2017

EL INTRUSO




EL INTRUSO

 Sentí la necesidad de abrir los ojos repentinamente. Todavía turbado entre sueños, sudoroso y agitado, cuando aún parecía pisarme los talones aquel grotesco engendro de la pesadilla, apenas fui capaz de distinguir la hora que las manecillas del reloj de pared, difundiendo vagamente una lívida fluorescencia, se esforzaban en presentar: las tres menos cuarto.
Me encontraba un tanto desorientado al evidenciar que sólo habían transcurrido un par de horas desde que me eché a dormir en el sofá. Yo, en cambio, habría jurado que estaba a punto de amanecer, de irrumpir la luz naciente derramándose alborozada entre las hendiduras de la persiana que guarece el ventanal orientado hacia el Levante, de iniciarse la acostumbrada algarabía de mirlos y gorriones que con su animado canturreo restablecen la fuerza arrebatada a la naturaleza por el mutismo triste y hondo de la noche... Pero no logré discernir más sonido que el recóndito ululato de un búho acompasado por el lejano gañido de los perros. Fue entonces cuando, cercado de penumbras, pensé en la llave del gas, lo que me hizo erguirme con un movimiento súbito, compulsivo.
Sentado ya, un áspero ronquido de Lola, procedente del dormitorio, en la planta superior, me devolvió a la realidad. Aunque en un principio había dudado, ahora estaba casi seguro de que esa noche, antes de acostarme, no había comprobado que la válvula estuviese cerrada.
Me incorporé con mucho cuidado, procurando no hacer ruidos que pudieran despertar a Lola de su sueño siempre profundo y reconfortante. Si ella me sorprendía revisando el dispositivo del gas, probablemente me tomaría por un maniático terco e incorregible, incapaz de dominar esas pequeñas obsesiones cotidianas tan extravagantes a los ojos de los demás. Y es que, en numerosas ocasiones, me he levantado hasta cinco o seis veces a lo largo de la noche para cerciorarme de que todo estaba cerrado o apagado; aunque, en realidad, Lola nunca ha llegado a percatarse. Yo reconozco que soy bastante meticuloso, a veces irritantemente meticuloso, en lo referido al tema de la seguridad; por eso suelo dormir en el sofá, para estar alerta por si algún maleante pretende entrar forzando la puerta o las ventanas de la planta baja, donde no encontraría demasiadas dificultades al no haber rejas. Siendo razonable, Lola debería comprender que mi manera de actuar obedece a un instinto natural de defensa, porque no quiero que nada le ocurra ni que nadie perturbe la serenidad en nuestro hogar. Ella, su alma, su juventud, su pureza, es lo único que da sentido a mi vida.
La temperatura se me antojaba cálida, blanda, sumamente agradable aun habiéndome desprendido de la manta con la que había estado arropado, la utilizada por Lola cuando da alguna cabezada a la hora de la siesta. Me mantuve durante unos segundos completamente inmóvil, como una estatua, al detectar una pausa en sus ronquidos y percibir desde abajo que se daba la vuelta en la cama. En el momento en el que su respiración empezó a emitir un agudo silbido, bastante latoso mas no tan exasperante como el murmullo bronco anterior, me encaminé con sigilo hacia la puerta de la cocina. La oscuridad era absoluta, pero la costumbre me había hecho aprender a deambular con pisadas lentas sin tropezar con ningún obstáculo. Al tercer paso, sonó, tal y como yo estaba temiendo, un crujido originado en la articulación de mi rodilla derecha. Volví a parar en seco, resistiendo inerte con el tronco inclinado hacia delante y apoyando mi peso íntegramente sobre la superficie plantar del pie izquierdo, dejando el otro suspendido en el aire. Transcurridos unos instantes, Lola no parecía haberse inmutado y pude continuar avanzando.
Tras franquear la puerta, encendí la lámpara de la campana extractora de humos. Cuarenta vatios no es gran cosa; con todo, la iluminación me resultó excesiva e incluso molesta. Abrí el armario donde se encuentra la llave del gas y, en cuclillas, pude cotejar que, en efecto, estaba en posición de cierre, perpendicular al eje de la conducción. Me lo repetí muy bajito varias veces, de tal suerte que si unas horas más tarde volvía a despertar asaltado por la misma duda, tendría claro que esa noche la verificación había sido efectuada.
Desvelado, proseguí asegurándome de que el horno, el calentador, la lavadora y la estufa estaban desconectados, e hice lo mismo con la plancha en el cuarto ropero contiguo al salón comedor. Yo sé que a esas horas de la madrugada mi comportamiento parece excéntrico, pero es un hecho bien conocido que la electricidad puede acarrear graves disgustos, especialmente durante la engañosa quietud de la noche. Una tentación incontenible que bullía en mi interior me arrastró de nuevo hasta la llave del gas. Consideré que sería una estupidez volver a tantearla, aunque tampoco perdí nada haciéndolo, por si las moscas... Empezaba a ser consciente de que mi delirio por Lola, por mimarla y protegerla, podía estar acercándome peligrosamente al borde de la enajenación; pero ese entendimiento, esa capacidad de introspección, también significaba un buen síntoma de equilibrio, de dominio de los sentimientos y las emociones, al menos por ahora.
Me disponía a subir al dormitorio para convencerme de que todo lo que rodeaba a Lola conservaba el orden, la armonía, que ella merece; para inhalar una vez más hasta la médula de mis huesos el delicado aroma a azahar de su perfume; para abrigarla de ternura depositando el inocente roce de mi mirada sobre la piel inmaculada de su cuerpo límpido y desnudo..., cuando oí un ruido emanado del exterior. Me pareció un chirrido metálico, seco y breve, que, rasgando el silencioso beso de la noche, resultaba estrepitoso. Enseguida pensé en alguna trastada de Minerva, la gata, pues el buen animal, con la arribada del clima tibio en los albores de la primavera, duerme ya en la cesta acomodada bajo el porche de acceso a la vivienda. Si bien..., lo de dormir Minerva por las noches es un decir, porque suele pasarlas correteando de un lado a otro por el jardín, acechando con su instinto felino la presencia de cualquier reptil o roedor que pueda convertir en su presa. Sin embargo..., ¿y si no era así?..., ¿y si alguien merodeaba por los alrededores?
Con cierta angustia me dije que esa noche podían haberse quedado abiertos los portones del jardín. Recordé entonces cómo, al entrar, tuve la preocupante sensación de ser vigilado desde las sombras en aquella atmósfera turbia de cuarto menguante, y, asustado, había encajado la verja de forma precipitada, dando con torpeza las dos vueltas de rigor a la llave. Pero tal vez —volví a conjeturar— esa última evocación atañía a cualquier otra ocasión, cualquier otra vivencia o, simplemente, a un sueño indeterminado.
Reflexioné, indeciso, sobre la mejor forma de proceder. Me invadieron reparos y temores, ya que aún faltaba una eternidad para que despuntara el día y poseía la certeza de que sería imposible pegar ojo si no averiguaba antes en qué situación se encontraba la cancela.
Tras observar durante unos segundos a través de la mirilla, abrí la puerta principal de la casa y salí al exterior. No quise atrancarla a mis espaldas para evitar que el golpe incomodara a Lola, de modo que la fui entornando suavemente. Una bruma densa descendía con aparente languidez y desde el umbral apenas podía distinguir nada que estuviera tres metros más allá de mis narices. Curiosamente, Minerva dormía con placidez, no habiendo en el jardín más vida en movimiento que el sutil balanceo de las ramas de los árboles acariciadas por un viento mesurado proveniente del sur.
Bajé los escalones y me encontré sobre la senda de piedra caliza que recorre el prado de césped comunicando la vivienda con la verja exterior. Anduve hasta ella mirando hacia atrás de reojo, receloso por no haber dejado totalmente ocluida la puerta de la casa. Aproveché el trayecto para echar un vistazo urgente alrededor de los castaños que emergen con solemnidad en las cercanías de la valla y escudriñé el hueco que queda entre la barbacoa de obra y el seto de cipreses. Sentía un pánico irracional, inevitable en cuanto surgen las tinieblas desfigurando la blanca hechura de la luna. Corroboré que la entrada del jardín estaba bien cerrada y retorné a pasos ligeros, alarmado ante la posibilidad de que alguien, escondido tras la tupida vegetación, velado por aquella niebla cómplice, me estuviera siguiendo o espiando.
Sobrecogido, tuve la impresión de que la puerta de casa no se encontraba como yo la había situado y se hallaba entreabierta varios centímetros más, invitándome a las sospechas y al miedo. Minerva continuaba sesteando, hecha un ovillo en brazos de Morfeo, luego no debía de haber sido ella quien la empujara. Ya en el interior, latiéndome el corazón  con una violencia que empezaba a hacerme daño, cerré, otra vez con cautela para mitigar al máximo el ineludible chasquido que pudiera sobresaltar a Lola. Azorado, fui a echar la llave por dentro, pero enseguida deduje que sería una necedad hacerlo: si alguien hubiera accedido a la casa mientras yo me encontraba fuera, convendría lograr salir rápidamente de allí para huir o pedir auxilio.
En el vestíbulo tomé aire varias veces, tratando de sosegarme y mantenerme atento. Si algo le ocurría a Lola..., jamás me lo perdonaría. Ella es una mujer fascinante, la más sublime que en ningún tiempo nadie pueda imaginar. Ella es lo que más amo y he venerado.
Calculé minuciosamente el itinerario de inspección más seguro para, sin perturbarla, intentar descubrir al posible intruso; aunque en el fondo, reconociéndome como un ridículo miedica, presumía que no habría ningún extraño dentro de la casa. En cualquier caso, me reprendí a mí mismo por haberla abandonado durante un buen rato y prometí que esto no volvería a ocurrir.
Encendí la pequeña linterna que siempre, por la noche, llevo conmigo y aferré el cuchillo más grande que encontré en la cocina. Irrumpí de nuevo en el cuarto ropero, donde todo estaba tal como se había quedado unos minutos antes. Después, en el salón, alumbré detrás de las cortinas y debajo de la mesa del comedor. Por último accedí al garaje y, agachado, busqué entre las ruedas del coche, no viendo nada anormal.
Cuando me alzaba, creí advertir unos sonecillos tenues, en esta ocasión en la planta de arriba. Agucé el oído y mi inquietud se tornó estremecimiento, ya que Lola seguía roncando y no podía ser la causante del susurro que, sin duda alguna, correspondía a unos pasos disimulados en la proximidad de la alcoba donde ella dormía. Temblando, tanteé con los dedos el teléfono móvil colgado, junto a mi cadera, de la correa del pantalón. En cuanto viera a alguien, avisaría a la policía, pero antes debía asegurarme y defender a Lola si era necesario.
Los pasos cesaron y apagué la linterna. La esencia imprecisa de la noche volvía a apoderarse de la morada desparramando un silencio lóbrego y desconsolado, quebrado solo por la cadencia de los ronquidos que expelía Lola mientras dormitaba.
Aterrado, conteniendo las ganas de orinar, permanecí quieto tras la puerta que separa el garaje de la cocina, desde donde pude apreciar, entre las bisagras, el destello amenazante de otra linterna que descendía pausadamente, peldaño a peldaño, las escaleras. Oprimí el mango del cuchillo con energía y dejé de respirar; no quería que el más etéreo rumor delatara mi escondrijo.
La luz recorrió metro a metro el recinto de la cocina acompañando a los movimientos callados que, ahora, podía diferenciar con toda claridad. Finalmente la puerta fue abriéndose hacia mí bajo un impulso perezoso y uniforme, al tiempo que sentía cómo me ahogaba el calor húmedo, hediondo, de un aliento anónimo. Aguanté en mi posición y rogué a Dios que nos asistiera, hasta que la madera rozó la punta de mis zapatos; entonces me retiré de un salto y enfoqué la cara de aquel desconocido. Él no tuvo la oportunidad de elevar hacia mí su linterna; cuando quiso hacerlo, yo ya le había introducido el cuchillo en la garganta. Emitió un lamento tan desagradable que me encolerizó. El muy insensato, con su bramido, podía haber interrumpido los dulces ensueños de Lola. Indignado, extraje del cuello el arma afilada y le asesté un golpe rabioso en el pecho. El cuchillo rebotó al topar con una costilla, pero al segundo intento lo hundí casi hasta el fondo; supongo que en el mismo corazón, porque se desplomó enteramente a mis pies de una forma tan brusca y desoladora que parecía haber sido fulminado por un rayo.
Lola llegaba en ese mismo instante. Las lámparas de cada estancia habían ido encendiéndose a medida que se aproximaba. Me sentí excitado, con el alma iluminada, como siempre que noto cercana su presencia. Al sorprendernos, la expresión enloquecida que adoptó no le restó encanto a su hermosura.
 —¡Pepe! —exclamó al ver a aquel hombre recostado en posición fetal sobre un charco de sangre—. ¿Quién es usted? —me preguntó atragantada, la voz rota, mirándome fugazmente sus ojos de espanto antes de echar a correr hacia la puerta.

***

Estas últimas noches me invade la más henchida melancolía. Transitando con el coche disimuladamente he visto una patrulla de la Guardia Civil delante de su casa. Suelo pasar de largo saludándolos con una sonrisa bondadosa, aunque a veces no puedo evitar ese condenado tic que me arquea sin remedio una ceja. Los agentes siempre responden con un gesto servicial, hasta cierto punto arrogante, llevándose los dedos hacia la visera de la gorra. Su amparo me tranquiliza... Pero sé que más pronto o más tarde dejarán de vigilar. Entonces, yo volveré a hacerme cargo. Si algo le sucediera a Lola..., nunca me lo perdonaría.


domingo, 12 de marzo de 2017

TÉ NEGRO


          —La alegoría del té: omnipresente en las narraciones de las más afamadas «damas del crimen» —disertó Matías. Sonreía dulcemente viéndome llegar con la tetera humeante—. Agatha Christie, Elizabeth George, Ruth Rendell... Las pesquisas encaminadas a desenmascarar al culpable parecen rondar la sesera del detective de turno hechizadas por la cadencia que imprime la cucharilla cuando vira y vira lamiendo la porcelana —agregó mientras vertía, deleitado, unas gotitas de limón.

—Estoy completamente de acuerdo, mi amor.

Me dejé caer sobre el sofá enervada, hastiada de soportar durante tantos años las peroratas de aquel engreído. Crucé las piernas y aguardé expectante, anhelando que el tósigo derramado sobre su taza fuese insípido y letal. Aferré mi vaso de whisky y lo vacié de un solo trago.

—Sin embargo —prosiguió Matías con su acostumbrado porte ensoberbecido—, los ilustres «varones» del género negro decantan sus preferencias por la figura del alcohol. Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Horace McCoy...: sus protagonistas recios e indolentes parecen desgranar con cada sorbo de bourbon una astuta reflexión capaz de solventar la complejidad de la trama.

—Así es, cariño.

Matías frunció el ceño y calcó mis movimientos izando una pierna sobre la otra. A continuación clavó en mis ojos una mirada que interpreté como perversa e inquietante y, un tanto agitado, insistió en que apurara el vaso.

Fui ágil y enseguida caí en la cuenta: sin duda, también Matías había emponzoñado mi bebida, con toda probabilidad mientras yo ultimaba los preparativos del té. Él había de tener siempre la última palabra.

Rehusé esperar la aparición de los primeros síntomas. Le rompí la botella de whisky en la cabeza. Era un pedante. Un pedante inaguantable. Un cabrón.

He contado a la policía que fue en legítima defensa, que él trató de envenenarme emulando alguna de esas novelas de intriga por las que sentía una innegable obsesión. El hombre que me ha interrogado era menudo y rechoncho. Matías diría que más acorde con el Hercules Poirot de Agatha Christie que con el Philip Marlowe de Raymond Chandler. Una curiosidad morbosa me ha hecho estar atenta para ver si pedía bourbon o si prefería té, pero le han traído un cortado. Luego me ha dicho, con cara circunspecta, que los del laboratorio no han hallado ninguna droga en el vaso de whisky. 

—¡Por supuesto! —he aclarado en tono indulgente—: era su vaso; yo tomaba la taza de té.


AIRBAG


          Maltrecho tras dar doce vueltas de campana por culpa de la lluvia, quito el seguro, abro la puerta y salgo. “Un momento…”, pienso. Vuelvo a entrar. Cierro la puerta, pongo el seguro y salgo. Luce un sol espléndido.


viernes, 17 de febrero de 2017

SAN VALENTÍN


Si la serpentina de tu risa pintara colores al viento.
Si de penumbra y de pájaro estuvieran hechos tus ojos.
Si fuera tu cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Si besaras besos de mar a dentelladas.
Si anhelara hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos.
Si en la quietud del aire respirara tu aliento y tu mirada.
Si tu cuerpo fluyera feliz entre mis manos.
Si tus ojos misteriosos dejaran mil sueños errantes y perdidos.
Si estar o no contigo fuera la medida de mi tiempo.
Si de verdad te hubieras callado para estar como ausente…
No tendrías la yugular hendida. 
Ni las uñas arrancadas.
Y seguirías siendo espejo de mi carne y sustento de mis alas.

***

(Para la construcción de este texto se han utilizado versos de Gabriela Mistral, Pedro Salinas, Blas de Otero, Antonio Colinas, Pablo Neruda, Juan Chabás, Miguel Hernández, Jorge Luis Borges y Pedro Garfias)


EL DESFILADERO


          "Cielos, cómo brilla hoy el valle…". El conductor del autobús escolar se estremece siempre en esa zona del recorrido. La angosta carretera parte de la aldea y serpentea ascendiendo en dirección norte, colgada del desfiladero. Próximo a la última revuelta pide silencio a los chicos. Se gira fugazmente para ojear la hoz plegada que dibuja el río.
          El conductor del camión inicia el descenso hacia el valle, en dirección sur. Cerca de la primera curva, separa una mano del volante. Aumenta el volumen de la radio tratando de vencer el sueño. Suspira. A media mañana podrá descansar en casa y, por la tarde, jugará un buen rato con los niños.


SONIDOS


          Mientras sigo con atención el reiterado gorgoteo de la cisterna, un pitido amable del horno revela que está listo mi almuerzo. En la radio, las interferencias crepitan al compás del quejido incansable de la nevera. A la par, el feroz centrifugado de la lavadora hace maullar a la gata en celo. Se escucha entonces el trino del jilguero que descuella sobre el susurro del aire acondicionado. Tengo suerte. A otros no les queda más que el silencio yermo de su soledad.


domingo, 5 de febrero de 2017

EL ATAÚD


          Por ejemplo, averiguar quién era la mujer que me estaba anudando la corbata o qué narices hacía un extraño abotonando mi bragueta son algunas de las preocupaciones que me mantuvieron en vela durante toda la noche. Y no digamos la inquietante presencia de aquel sacerdote. Lo más probable es que pensaran que había muerto. Por fortuna, esta mañana, cuando mi esposa se acercó para besarme en la mejilla, conseguí enarcar una ceja. Lo detectó enseguida, pues se empeñó en que todos se alejaran de aquí. 
          El hecho de que acaben de colocar un ataúd junto a mi cama quizá obedezca a esa estúpida confusión. ¡Vaya sobresalto…! Menos mal que ella sabe que aún estoy vivo.


HUM...


          «La mujer de la foto sonreía». Buen principio. Todo es ponerse. Evitaré la anécdota, la greguería o la ocurrencia. Cuidaré la gramática y la ortografía. Vigilaré la digresión, el solecismo y el pleonasmo. Sortearé el anacoluto, la monotonía o el barbarismo. Prestaré atención a las cacofonías. 
         Debo prescindir de la proliferación de personajes. He de reducir el tiempo y los escenarios. Tengo que plantear y resolver con claridad el conflicto. Y matizar bien los detalles. Huiré de los tópicos. Intentaré sugerir lo que no se cuenta. Y procuraré encontrar un significado de orden superior.
          «La mujer de la foto sonreía…».
          ¡Hum…!  
          Tal vez mañana…





viernes, 27 de enero de 2017

RUIDOS


          Aquí vinimos a descansar. Y la verdad es que no me puedo quejar del hotel. Son esos ruidos en la habitación de al lado... Su cadencia inicial, su ritmo in crescendo, el arrebato final... Y luego esas pausas. Ese maldito silencio que me mantiene en vilo hasta que vuelvo a escuchar los chirridos del somier. Para mañana nos han organizado un par de visitas guiadas y una cena especial por nuestro aniversario. Pero no puedo dormir. Son esos jadeos disimulados detrás de la pared… Su compás, su viveza. Y los pies fríos de Samuel, su respiración, su cogote, su presencia... Y este ahogo…


RANAS


          La sopa de fideos fría no vale nada. Gracias. Capital, Reikiavik. Hay pájaros en el bosque. Al salir de la escuela. Y miedo, aunque prefiero los tonos pastel. Flotan los zapatos. El médico dice que escriba. Lo hago muy bien. Gracias. Me duele la cabeza. Ahí, donde silban los ecos. Ya estoy algo mejor. Gracias. Crepitan gotas de lluvia. Siete por tres, veintiuno. Y arañan las náuseas. Como dientes de sierra. Cuidado con los hermanos pequeños. Gracias. Se sueltan de la mano. Capital, Copenhague. Si llueve, crece el río. No hay que ir a cazar ranas. Soy un buen chico. No recuerdo. Seis por nueve, cincuenta y cuatro. Capital, Estocolmo. Gracias.


PAPEL


          El niño borronea frases en un papel. Una mujer escribe acerca de un niño que borronea frases en un papel. Un escritor inventa una mujer que escribe acerca del niño que borronea frases en un papel. La redacción del niño trata sobre un escritor que narra la historia de una mujer que escribe acerca del niño que borronea frases en un papel. La mujer suprime el personaje del niño. El escritor descarta la figura de la mujer. El niño hace un burujo y acierta en la papelera.


martes, 24 de enero de 2017

MENGANO


          La bala, en la sien.
          En el cuello la marca de una soga.
          Los cortes, en la muñeca. 
          En la sangre una sobredosis de barbitúricos. 
          Los pies, en el canto de la azotea.
         Mientras tanto, don Anselmo Bermúdez Castro, propietario del restaurante El Chusco, sito en la planta baja del edificio, propone a David González Marco, camarero de reputado prestigio en la profesión, que vaya desplegando los toldos. El sol empieza a caldear y hay que preparar la terraza.



NOCTURNO


          —Más tarde, con el tiempo, plantaremos un árbol, y si te animas, podemos tener algún hijo. Ahora bien…, lo del libro ya es otro cantar.
          —Viejo loco... Anda, pásame más cartones. Dicen que esta noche volverá a helar.


viernes, 20 de enero de 2017

DUAL


          Aún hoy siento (sentimos) cierto rencor hacia el ginecólogo por administrar a mi (nuestra) madre un fármaco en vías de experimentación. ¡A causa de unas simples hemorroides! La cuestión es que vine (vinimos) al mundo con este lamentable aspecto y condenado (condenados) a soportarnos. La circunstancia me (nos) ha acarreado incontables dificultades de convivencia: reyertas por mamar de la misma teta, discusiones por dormir de uno u otro lado, guantazos para escoger la fulana con la que enredarnos... Resulta incómodo esto de ser bicéfalo. Únicamente llegué (llegamos) a un acuerdo cuando elegí (elegimos) vivir del cuento. Lo malo es que yo trabajo de escritor, y éste, de crítico literario.